“Que los hombres luchen por mejorar su condición.... es el derecho innato que ha sido concedido a la humanidad directamente por su creador (...) Esta nación, y el gobierno del pueblo y para el pueblo, tiene el derecho natural de hacer lo que quiera con su persona y con los frutos de su trabajo, siempre que no perjudique derechos ajenos”.
Así pensaba Abraham Lincold desde una vez que en Nueva Orleans presenció la venta de un grupo de esclavos y ese pensamiento prevaleció en él hasta convertirlo en realidad, luego que por obra de sus esfuerzos se transformó en el decimosexto presidente de los Estados Unidos de América.
Por eso, los esclavistas del Sur lo reprocharon y por Carolina empezaron a levantar la bandera de la segregación dando lugar a la más sangrienta guerra civil en que jamás haya participado Estados Unidos. En esa cruenta y larga jornadas entre los esclavistas del Sur y los libertadores del Norte, la nación de 30 millones de habitantes entonces perdió casi tantos hombres como los perdidos en las dos guerras mundiales y en el conflicto de Corea.
Esta guerra fratricida, llamada guerra de secesión, terminó en abril de 1865 con la libertad definitiva de los esclavos. Pero más tarde, al alto precio que costó esa libertad, hubo que sumarse también la vida de este hombre llamado Abraham Lincold, que habiendo nacido en la soledad de los bosques de Kentucky se concretó como el abolicionista de la esclavitud más rotundo.
Lincold consideró la guerra librada contra de la esclavitud como un propósito rector de elevar la conciencia del hombre quitando pesos artificiales de sus hombros y abriendo el sendero a ocupaciones loables para todos, para depararles a todos un inicio sin trabas y una oportunidad justa en la carrera de la vida.
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