El 5 de noviembre de 1963, dejó de existir súbitamente en la ciudad de México,
Luis Cernuda, uno de los más destacados poetas del siglo veinte y quien junto con Manuel Altolaguirre y Emilio Prados formó un trío característico de la nueva poesía española que se dio a conocer a fines de los años veinte.
Cernuda salió de España en 1939, al terminar la guerra civil que estremeció a su patria, rumbo al extranjero para enseñar letras hispánicas, ya en la Universidad de Dolosa, en Francia, en las de Glasgow y Cambridge en Inglaterra o en la de Massachussets en Estado Unidos.
No obstante ser un poeta de imágenes surrealistas, se documentó ávidamente en la lección de los clásicos. Supo gustar el barroquismo de un Góngora y penetrar en las neblinas sub-conscientes de un Paúl Valery. Fue realmente un poeta aislado, es decir, un hombre solitario, aún cuando haya pertenecido a un grupo que resonó con los nombres de Prados, Aleixandre y Altolaguirre.
En un primer tiempo, Luis Cernuda, tuvo afinidades con el “valerismo”. De 1930 a 1940 siguió el surrealismo. Pero finalmente cuajó como poeta con acento profundo y exclusivo en “Ornas, el Alfarero”. En esas páginas, el poder de invención del poeta se eleva a la perfección: profundidad espiritual y lirismo extasiado se conjugan mientras el pensamiento filosófico quizás se enturbie o se ilumine removiendo el substratum de lo inconsciente.
El poeta criticado de nihilista porque siempre negó el valor de los ideales políticos, religiosos y sociales afirmando la imposibilidad de distinguir entre la verdad y el error, murió solitario, sin familia, porque nunca se casó ni tuvo hijos ni parientes, sin patria, sin país, sin España. Murió sin que “sus lentos ojos” vieran “más el sur, de ligeros paisajes dormidos en el aire”.
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