jueves, 15 de mayo de 2014

TELLEYRAND PERIGORD


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Ochenta y cuatro años cabalgando sobre la humanidad de una persona es bastante. Rara vez el hombre sabe soportar la pesada carga que el tiempo progresivamente va acumulando sobre sus hombros, especialmente cuando viene agobiada por la violencia y convulsiones políticas. Sin embargo, Carlos Mauricio de Talleyrand Perigord, el francés noble, inteligente y ambicioso, superó esa expectativa.  Murió el 17 de mayo de 1838.
No fue un hombre que empezó un ciclo y lo dejó abierto a la hora de regresar sus restos a la tierra, sino que lo cerró antes no obstante las contingencias y los hechos concientes que buenos o malos concurrieron a lo largo de su carrera de político y sacerdote, con muchos calificativos, entre ellos el  de “gran estadística” y “político de baja moral”.
Talleyrand, quien a causa de una cojera no pudo ser militar, empezó a los 26 años por ser sacerdote, pero un sacerdote que no pudo ser fiel a la moral de su religión acaso porque lo aguijoneaba una ambición alimentada por la política y el poder que a la larga tuvo el castigo de la excomunión.
Como antesala de la Revolución Francesa formuló un proyecto de Constitución y firmó la célebre Declaración de los Derechos del hombre y del Ciudadano. Fundó la sociedad de Amigos de la Constitución que más luego se convirtió en el famoso Club Jacobino. Fue presidente de la Asamblea Nacional y amigo y compañero de Mirabeau. Permaneció en tiempos del sacudimiento de su patria fuera de Francia, exilado.  Conoció entonces a Estados Unidos de América.
Predijo con pasmosa intuición el advenimiento de Napoleón y de regreso a su patria colaboró con ésta desde el Ministerio de Relaciones Exteriores. Previendo su caída le dio la espalda y se hizo antibonapartista. Tuvo una época de silencio y reapareció en la escena política con la revolución de 1830 que puso en el trono a Luis Felipe. Ya para cerrar el ciclo de su agitadísima vida, se arrepintió y volvió a vestir el hábito de los sacerdotes de la iglesia.

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