El 16 de diciembre de 1830 Colombia aguarda consternada la muerte de su libertador que según su diligente médico de cabecera, el francés Alejandro Próspero Reverend, debía producirse de un momento a otro porque ya hasta los remedios y los cuidados eran inútiles.
Hacía seis días que el Obispo de Santa Marta, J. M. Estévez lo había confesado y recibido el viático. Entonces dictó su proclama a los colombianos después de haberla corregido tres veces y otorgó su Testamento declarando que no tenía más propiedades que las minas de Aroa y algunas alhajas y manifestó su voluntad de que sus restos fueran depositados en su natal ciudad de Caracas.
Cerca de él están su fidelísimo compañero José Palacios, atento a todos sus movimientos; los generales Mariano Montilla, José Laurencio Silva, José Sardá, José María Carreño, Joaquín de Mier, el doctor Próspero Reverend y otros que hablan en voz baja. Bolívar está en los huesos. La tuberculosis ha sido implacable.
Días antes había sostenido este diálogo con su médico el doctor Reverend:
- Y usted ¿qué vino a buscar a estas tierras?
- La Libertad
- ¿Y la encontró?
- Si, mi general.
- Usted, es más afortunado que yo, pues todavía no la he encontrado. Con todo, vuélvase usted a su bella Francia en donde ya esta flameando el pabellón tricolor. Aquí en este país no se puede vivir: hay muchos canallas... ¿Le agradaría a usted ir a Francia?
- De todo corazón, mi general.
- Pues bien, póngame usted bueno, doctor, e iremos juntos.
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