El 2 de julio de 1961, mientras Rómulo Betancourt colocaba la piedra simbólica de una gran ciudad que integrarían a la antigua San Félix de Guayana con la moderna Puerto Ordaz, no obstante la soberbia separatista del Caroní, en su casa de Ketchum, Idaho, una de las voces mayores de la literatura contemporánea norteamericana se hundía para siempre en el abismo de su vejez.
Hacía apenas 20
días que Ernest Hemingway había celebrado su cumpleaños número sesenta y tres,
pues había nacido Oak Park, Illinois, el 21 de julio de 1898. Pero no siempre la alegría de la celebración
perdura, suele haber cierta depresión, cierto vacío después de drenarse el
entusiasmo. De suerte que no es difícil
suponer en qué estado de ánimo se encontraba si tuvo valor para desenfundar su
escopeta de ir al África a cazar fieras, para
introducirse el cañón en la boca y luego dispararse.
En 1950, cuando publicó “Del otro lado del río y entre los árboles”, novela en la que había
puesto muchas esperanzas, la crítica de su país lo destrozó y dijo que “estaba acabado”. Sin embargo, superó esta emergencia y dos
años después publicó “El viejo y el mar” que le permitió
mostrar lo contrario, Entonces quienes
elogiaron y exaltaron “Por quién doblan
las campanas”, su novela de mayor éxito, lo volvieron a reconocer.
La historia del viejo pescador cubano que logra capturar
un enorme pez después de ochenta y cuatro días de lucha, se convirtió así en una epopeya del siglo
veinte y en un símbolo de su propia lucha contra la destrucción, la vejez y el
olvido. Por esta novela obtuvo el Premio
Pulitzer en 1953 y al año siguiente el
Premio Nóbel de Literatura.
Irremisiblemente, el destino de Hemingway, era morir
algún día y no apacible sino violentamente.
El anuncio de una muerte así, lo fue marcando su vida aventurera que lo
llevó varias veces a las puertas de la muerte, en la Guerra Civil española
cuando estalló una bomba en la habitación de su hotel, en la II Guerra Mundial
al chocar su vehículo contra un taxi
durante un apagón y en 1954 cuando su avión se estrelló en África, región que
visitó varias veces impulsado por su afición cinegética. También era aficionado a los toros y
admirador de Antonio Ordóñez, cuya competencia o duelo con Luis Miguel
Dominguín inspiró su novela “El verano
sangriento”.
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